También

«Y él nos ha dado este mandamiento: el que ama a Dios, ame también a su hermano». — 1 Juan 4:21 (NVI)

A veces, pensamos que el amor a Dios y el amor a nuestro prójimo son dos cosas separadas, como si pudiéramos ser muy devotos en nuestra fe personal, pero distantes de las personas que nos rodean. Sin embargo, el apóstol Juan lo deja muy claro: son inseparables.

Este versículo no es una sugerencia; es un mandamiento. Es el sello que valida nuestro amor por Dios. Si de verdad amamos a nuestro Padre celestial, esa devoción debe traducirse visiblemente en la forma en que tratamos a nuestros hermanos y hermanas en Cristo, es decir, a la familia de Dios. No se trata solo de la gente que más nos agrada en la iglesia, sino de todos aquellos que comparten nuestra misma fe.

Amar a Dios es la raíz; amar a nuestro hermano en Cristo es el fruto que demuestra que esa raíz está viva y sana. Es la prueba de que su amor está obrando en nosotros, fortaleciendo la comunión de la fe.

Oración: «Padre celestial, te pido que me muestres a quién necesito amar hoy. Ayúdame a recordar que mi amor por Ti no está completo si no se extiende también a mi hermano en la fe. Que mis acciones reflejen la verdad de tu mandamiento, en el nombre de Jesús. Amén».

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