«Les digo que este y no aquel volvió a su casa justificado ante Dios. Pues todo el que a sí mismo se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido». — Lucas 18:14 (NVI)
Este versículo, parte de la parábola del fariseo y el recaudador de impuestos, nos confronta con una verdad fundamental sobre la humildad ante Dios. El fariseo, lleno de orgullo por sus propias obras y virtudes, se engrandeció a sí mismo. Por el contrario, el recaudador de impuestos, consciente de su pecado y su necesidad de la misericordia divina, se humilló. Jesús nos enseña que la justificación, la reconciliación con Dios, no se logra por nuestros méritos o nuestra auto-justificación, sino por una actitud de humilde dependencia de Él.
En nuestra vida diaria, es fácil caer en la trampa de la comparación y el orgullo. Podemos sentirnos superiores a otros, juzgar sus fallas y enaltecernos por nuestros logros, ya sean espirituales o materiales. Sin embargo, este pasaje nos recuerda que Dios mira el corazón. La verdadera grandeza no reside en lo que aparentamos ser, sino en la sinceridad de nuestra humildad y nuestro reconocimiento de que todo lo bueno proviene de Él.
Al final del día, la invitación es clara: ¿Cómo nos presentamos ante Dios? ¿Con un corazón altivo, creyendo que tenemos derecho a su favor, o con un espíritu humilde y contrito, reconociendo nuestra necesidad de su gracia? Solo aquellos que se humillan serán enaltecidos, no por sus propias fuerzas, sino por la gracia inmerecida de un Dios que levanta al quebrantado y exalta al humilde.